Hay una escena que se repite más de lo que quisiéramos. Una mujer (o un hombre, pero sobre todo mujeres) en la cama, con los ojos cerrados, emitiendo sonidos que no nacen del cuerpo sino de la presión. Fingiendo. No porque sea mala persona, ni porque quiera engañar a su pareja, sino porque no quiere incomodar. No quiere herir. No quiere romper el momento.
Lo sé porque lo viví. Lo veo en consulta. Y lo escucho en silencio en muchas conversaciones con amigas. Fingimos placer, pero también fingimos desinterés, fingimos estar bien con ciertas prácticas, fingimos que no nos pasa nada si no pasa nada. Y quizás lo más común: callamos lo que sí queremos por miedo a parecer raras, intensas, o peor… difíciles.
Y no hablamos solo de sexo. También fingimos satisfacción emocional, tranquilidad, paciencia. Nos tragamos frases como «mejor no digo nada» o «no quiero parecer intensa» mientras por dentro arde la incomodidad. ¿Cuántas veces te tragaste un deseo para evitar que el otro se sienta mal? ¿Cuántas veces no dijiste lo que querías porque pensaste que era «demasiado»?
¿Por qué fingimos?
No hay una única respuesta, pero sí muchas raíces compartidas:
- Porque nos enseñaron que nuestro rol es complacer.
- Porque creemos que si decimos la verdad, vamos a dañar al otro.
- Porque estamos más conectadas con la culpa que con el deseo.
- Porque nos da miedo lo que pensarán si decimos lo que realmente nos gustaría probar.
- Porque nos enseñaron que el silencio es elegancia, y el deseo una amenaza.
Y eso no es solo un problema de autoestima: es un síntoma cultural. Crecimos escuchando que una mujer deseante es peligrosa, que un hombre que no logra el orgasmo de su pareja es menos hombre, que el placer es algo que debe surgir solo, casi mágicamente, sin conversación. Se nos educó en la pasividad, en la conveniencia, en la autoanulación «por el bien del vínculo».
¿Qué se pierde cuando fingimos?
Se pierde conexión. Se pierde autenticidad. Y sobre todo, se pierde oportunidad.
Porque cuando fingimos, no solo mentimos: también nos alejamos de la posibilidad de vivir un encuentro real. Uno donde el placer no sea performance, sino presencia.
Además, le quitamos a la pareja la posibilidad de aprender. De crecer. De explorar algo nuevo con nosotras. De salir del guion. Fingir nos convierte en espectadoras de nuestra propia intimidad.
Y hay un costo profundo: cuando fingimos muchas veces, también empezamos a desconectarnos del propio deseo. Dejamos de saber lo que nos gusta de verdad. Perdemos el mapa. Y lo más triste es que muchas veces, cuando finalmente queremos hablar, ya no sabemos cómo hacerlo sin parecer que estamos reclamando o criticando.
¿Y qué pasa con las fantasías?
Ese es otro gran terreno de silencios. Muchas personas tienen fantasías que nunca han dicho en voz alta. Algunas muy suaves, otras más intensas. Y no las dicen no porque no confíen en su pareja, sino porque temen el juicio, el rechazo, o la incomodidad.
He escuchado mujeres que fantasean con ser dominadas, hombres que quieren experimentar roles más pasivos, parejas que sueñan con invitar a alguien más, o simplemente con hablar sucio sin pudores. Y todo eso queda guardado en un cajón, mientras se finge que «todo está bien».
Y no. No todo está bien cuando el deseo se acorrala. Cuando los anhelos se encierran en la vergüenza. Cuando dejamos de ser honestos por miedo a perder lo que tenemos. Eso no es protección: es resignación disfrazada de armonía.
¿Cómo rompemos con eso?
No con gritos ni con culpas, sino con conversaciones.
- Validando que el deseo es diverso.
- Aceptando que hay fantasías que pueden quedarse en la fantasía, pero no por eso son malas.
- Entendiendo que el silencio prolongado no protege a nadie: solo enfría el vínculo.
- Recordando que la intimidad se construye, no se supone.
Yo misma he tenido que aprender a decir lo que quiero, lo que no me gusta, lo que me da curiosidad. Y a veces me ha costado. Me ha dado vergüenza. He sentido miedo. Pero también he sentido alivio. Libertad. Y una complicidad nueva con quien me escucha sin juzgar.
Tuve conversaciones incómodas. Algunas terminaron bien, otras no tanto. Pero en todas sentí que me recuperaba a mí misma. Que volvía a habitar mi cuerpo, mi voz, mi deseo. Y eso no tiene precio.
Una invitación amorosa
Si alguna vez fingiste un orgasmo, no estás sola. Si alguna vez callaste una fantasía, tampoco. Esto no es una confesión: es una constatación.
Pero quizás hoy, en vez de repetir el mismo libreto, puedas probar algo distinto. Una palabra. Una frase. Una pista. Un susurro verdadero. No tienes que soltarlo todo de golpe. Pero puedes empezar por algo chiquito, algo que sea sólo tuyo, algo que te devuelva la sensación de que estás viva.
No hay recetas. Solo hay caminos. Y el tuyo empieza cuando dejas de callar lo que tu cuerpo sí quiere decir.
El placer no está en actuar bien el papel, sino en atreverse a ser quien realmente desea.

Alma Letelier
Sexóloga clínica. Psicóloga de formación. Mamá de dos adolescentes, casada desde hace 17 años y curiosa por naturaleza. Cree en el deseo como lenguaje y en la conversación como acto íntimo. Ha sido infiel, ha callado fantasías y también ha aprendido a nombrarlas. Hoy acompaña a otros —desde la ciencia y la experiencia— a dejar de fingir y empezar a sentir.